13/08/2013

Begoña llegó para quitarme todos los abrazos, besos y caricias con los que impregnó mi cuerpo mientras trasnochábamos en lugares recónditos de Madrid. Así es como comenzó la historia más bonita y triste de mi último verano. Así es como descubrí que aún podía sentir y electrificarme de nuevo.


Aquí, escribo para eso. Para un verbo que no delataré.

Vi llegar el tren y aún sabiendo que podría salvarme, decidí no correr para intentar alcanzarlo. Sí, así es como volví a engancharme al Metro y contar los minutos para llegar a los destinos.

El domingo amaneció húmedo y silencioso en la almohada. Prosiguió con lágrimas y chubascos por el salón. Finalizó de la misma manera que el sábado, con respiraciones desacompasadas y con la frialdad metida hasta en los huesos porque era la tercera vez que me despedía esa semana.

A oscuras o a escondidas, ella leía una y otra vez mi piel. Me tatuaba a besos los hombros, el cuello e incluso el corazón. Observaba mis manos y no hacía más que alimentar mis ganas de despertarme siendo siamesa para no echar en falta a la mañana siguiente los versos que aprendía a escribir con mis manos.

Ella, ella, ella.

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